Hay besos que pronuncian por sí solos
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.

Hay besos silenciosos, besos nobles
hay besos enigmáticos, sinceros
hay besos que se dan sólo las almas
hay besos por prohibidos, verdaderos.

Hay besos que calcinan y que hieren,
hay besos que arrebatan los sentidos,
hay besos misteriosos que han dejado
mil sueños errantes y perdidos.

Hay besos problemáticos que encierran
una clave que nadie ha descifrado,
hay besos que engendran la tragedia
cuantas rosas en broche han deshojado.

Hay besos perfumados, besos tibios
que palpitan en íntimos anhelos,
hay besos que en los labios dejan huellas
como un campo de sol entre dos hielos.

Hay besos que parecen azucenas
por sublimes, ingenuos y por puros,
hay besos traicioneros y cobardes,
hay besos maldecidos y perjuros.

Judas besa a Jesús y deja impresa
en su rostro de Dios, la felonía,
mientras la Magdalena con sus besos
fortifica piadosa su agonía.

Desde entonces en los besos palpita
el amor, la traición y los dolores,
en las bodas humanas se parecen
a la brisa que juega con las flores.

Hay besos que producen desvaríos
de amorosa pasión ardiente y loca,
tú los conoces bien son besos míos
inventados por mí, para tu boca.

Besos de llama que en rastro impreso
llevan los surcos de un amor vedado,
besos de tempestad, salvajes besos
que solo nuestros labios han probado.

¿Te acuerdas del primero…? Indefinible;
cubrió tu faz de cárdenos sonrojos
y en los espasmos de emoción terrible,
llenáronse de lágrimas tus ojos.

¿Te acuerdas que una tarde en loco exceso
te vi celoso imaginando agravios,
te suspendí en mis brazos… vibró un beso,
y qué viste después…? Sangre en mis labios.

Yo te enseñé a besar: los besos fríos
son de impasible corazón de roca,
yo te enseñé a besar con besos míos
inventados por mí, para tu boca.

Gabriela Mistral fue la primera ganadora del Premio Nobel de Literatura de América Latina. Una profesora (fue docente de Pablo Neruda), diplomática, feminista y poeta chilena. Su verdadero nombre es Lucila de María Godoy; adoptó el seudónimo de Gabriela Mistral en sus escritos por los nombres de sus poetas favoritos Gabriele D’Annunzio y Frédéric Mistral.

A continuación les dejo unos extractos de transcripción de una entrevista a Gabriela Mistral que nos permite asomarnos un poco más al alma de esta poeta:

»

¿Cómo era usted cuando niña?

-Yo era una niña triste… una niña huraña como son los grillos oscuros cuando es de día, como es el lagarto verde, bebedor de sol.

¿Cuáles fueron las razones de esa infelicidad?

-Quedé en Vicuña por mis estudios. Fui matriculada en una escuela pequeñísima. La directora de la Escuela, que había sido maestra de mi hermana Emelina, era mi madrina y tenía una reputación de santa. Estaba casi ciega y por eso me hacía que yo la acompañara al colegio, para no tropezar en la calle. Yo tenía ocho años. Mi hermana me había encargado también al visitador de la escuela, don Bernardo Araya, a quien le gustaba conversar con los niños y me hacía ir todos los domingos a su casa. Cada vez me regalaba papel, pluma y lápices. Estos detalles parecen tontos, pero no lo son en relación con lo que voy a contarle. Mi madrina me había puesto para que yo repartiera el papel a las demás alumnas. Yo era tímida y las otras muchachas audaces y con un manotón me quitaban siempre más cuadernillos. Resultado, el papel se acabó antes de la mitad del año. Cuando esto ocurrió, me acusaron de a mí de habérmelo robado. La Directora sabía que mi hermana era profesora y me daba todo el papel que yo quería, y otro tanto hacía con Bernardo Araya. ¿Para qué iba yo, entonces,a robarme el papel? Sin embargo, fui acusada de ladrona, y la Directora, aquella mujer considerada como una santa, dio una lección contra el robo mirándome a mí. Yo, que era una niña puro oídos y sin conversación, no dije nada. A este propósito, sus amigas le decían siempre a mi madre: “Vos tan conversadora, y a esta niña no se le oye nunca la voz”; pues bien, aquel día cuando oí a la Directora, yo me quedé trabada, sin poder enunciar palabra. Después, afuera, me esperaban las otras muchachas con los delantales llenos de piedras que lanzaban contra mí. Llegué a la casa de mi tía, donde me alojaba, con la cabeza llena de sangre, y mi hermana tuvo que venir a buscarme y llevarme con ella a Diaguita…

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